Contaba Marvin Hamlisch
a propósito del uso de la música de Scott Joplin en El golpe (George Roy Hill, 1973) que, pese a ser un anacronismo –la
acción y su comentario musical se hallan desfasadas más de treinta años–, la
cosa funcionaba a las mil maravillas si uno no era un especialista en música.
Cabría añadir que también a pesar de serlo. Quizás porque los bienhumorados ragtimes de Joplin ilustran la historia
en extradiegética subjetividad pero no nacen en su interior. O tal vez, sin
más, porque sumada al resto de mentiras que hacen posible una película, también
ésa cuela.
Ejemplo reciente de este uso
dislocado de la música es La favorita (Yorgos
Lanthimos, 2018), que podría llevarse hasta diez Oscar el próximo 24 de
febrero. Hay en ella anacronismos evidentes y anacronismos que, como los
arreglos de Hamlisch, son solo coto de connaisseurs.
Los primeros buscan reivindicarse como tales, arrastrar al espectador de vuelta
a la realidad de su butaca: desde el obvio Skyline
pigeon de Elton John acompañando los créditos finales –suerte de acta est (y sobre todo) fabula– hasta la estrafalaria coreografía en la escena del baile, en cuya música
nos detendremos más adelante. Los segundos son más sutiles y comprenden la mera
desubicación geográfica –Bach, Vivaldi…– y la dislocación temporal –Messiaen, Ferrari…–.
Música francesa, ¡qué cosas!, para ilustrar la Gran Bretaña en guerra con
Francia. Su condición de elemento externo, como los rags de Joplin, hace verosímil el anacronismo. La clave está en que
esta música describe una historia;
nunca la historia. El interés no
recae tanto en dar al espectador un asidero, un contexto sonoro de la época,
como en tamizar, precisamente, la visión que el director tiene de dicha época. Desde
un punto de vista visual y narrativo –ese asomarse al XVIII a través de los
ojos de pez y los grandes angulares– pero también sonoro.
Lanthimos hace uso de la música del
siglo XX para intensificar el drama, como en el ataque de gota de la reina
acompañado del aún más dramático goteo de Didascalies,
de Ferrari; pero también se vale de filigranas como anunciar que las cosas están
cambiando en palacio mediante el timbre del piano de un fúnebre Schumann. O
juega con el mero guiño metatextual, como el uso del concierto Il favorito de Vivaldi. Es, sin embargo,
en la ya comentada escena del baile donde la sutileza entre lo diegético y lo extradiegético,
entre lo anacrónico y lo contemporáneo, roza el delirium tremens. Solo en tres ocasiones a lo largo de la película
se oye música cuya ejecución tiene lugar dentro del filme. Se opta para ello
por el más obvio realismo: Haendel y Purcell, compositores que estuvieron
estrechamente ligados a la Corona británica. Es una obra del primero, su Oda para el cumpleaños de la reina Ana,
la utilizada en la secuencia antedicha. En concreto el dúo con coro «Let Rolling streams». Escrita en 1713, la pieza encaja a la perfección con el momento en que se desarrolla la
historia. El problema es que no escuchamos la versión original vocal, sino el
arreglo posterior del propio Haendel para el 5º movimiento de su segundo Concierto a due cori (1747). Y he aquí la gran
paradoja: si consideramos esta música como diegética se trataría, en sentido
recto, de un anacronismo; mientras que si la consideramos extradiegética es
perfectamente contemporánea a la acción. ¡Y lo disparatado parecía el baile!
No deja de ser por ello una lástima
que, alcanzado tal grado de sutileza en el planteamiento estético, se ponga
todo al servicio de un guion tan grueso, por momentos, en su desarrollo del
conflicto.
Me encanta la peli y, por supuesto, tu análisis sobre la música. Creo que tiene una banda sonora magnífica. Perfectamente ligada con la historia, con la época (aunque haya anacronismo) y con los personajes. Un saludo y muy bien trabajo
ResponderEliminarGracias, Ricardo. Me alegra saberme leído.
EliminarUn saludo.