sábado, 16 de febrero de 2019

Pollini, en el foco


          


          De un lado están los obcecados en la obviedad; de otro, los sedientos de leyenda. En el centro, en el foco, el hombrecillo tambaleante que sale de un rincón, camina hacia la luz y hace enmudecer a la murmurante penumbra. Y enmudecen los suspicaces, los que no parecen sino confirmar satisfechos la rumiada sospecha –esto es, que 88 teclas son demasiadas para 77 años–; y enmudecen también los devotos, en hierática reverencia tan solo quebrantada por salvas de aplausos que obligarán al hombrecito a recorrer varias veces, casi suplicante a la postre, el camino que conduce a la luz y a las teclas para obsequiar a la sala con dos luminosas propinas.  

         Pocos días antes Maurizio Pollini había cancelado su recital, uno de los pocos que ya concede al año, en Lugano. Poder verlo –sí, verlo– y escucharlo en Madrid, adonde lo trajo el XXIV ciclo de grandes intérpretes de la Fundación Scherzo, es un regalo. También para las exigencias de tisú. En el programa, breve pero generoso, dos de los compositores cuyo nombre está ya indisolublemente trenzado con el del italiano: Chopin y Debussy. Y allá están sus grabaciones discográficas para el que quiera encontrarse con un pianista joven, que bajo el foco del ensombrecido Auditorio lo que tuvo lugar fue el milagro, tan infrecuente en las salas de conciertos, de la música naciendo y desvaneciéndose, entrando en la luz y volviendo a las sombras. En el grupal recogimiento, o quién sabe si a causa de éste, fue la música lo que se impuso como si no se tratara de otra cosa que la improvisación de una idea. Estaba sucediendo, bellamente imperfecta. Con eso, que es mucho, bastaba. Y si Chopin sonó a Debussy, inesperadamente atmosférico y difuminado –empezando por los nocturnos y culminando en una maravilla de Berceuse– Debussy resultó más medido, más técnico. Menos inspirado, quizás, pero curiosamente más preciso.

         De propina más Debussy y, por último, otra vez Chopin. Exhausto, Pollini abandona el foco y el escenario y desaparece por una puerta lateral. Se hace de nuevo la luz en la sala y se advierte en los rostros que todos han descubierto algo: los unos, la existencia de pasión, fuerza y verdad en la vejez. Los otros, no dan crédito, la vejez misma.


Maurizio Pollini, piano
Obras de F. Chopin y C. Debussy

Grandes intérpretes. Fundación Scherzo
Auditorio Nacional de Música. Madrid. Sala sinfónica. 11/2/2019

martes, 5 de febrero de 2019

La favorita: sonoridades dislocadas



                Contaba Marvin Hamlisch a propósito del uso de la música de Scott Joplin en El golpe (George Roy Hill, 1973) que, pese a ser un anacronismo –la acción y su comentario musical se hallan desfasadas más de treinta años–, la cosa funcionaba a las mil maravillas si uno no era un especialista en música. Cabría añadir que también a pesar de serlo. Quizás porque los bienhumorados ragtimes de Joplin ilustran la historia en extradiegética subjetividad pero no nacen en su interior. O tal vez, sin más, porque sumada al resto de mentiras que hacen posible una película, también ésa cuela.

            Ejemplo reciente de este uso dislocado de la música es La favorita (Yorgos Lanthimos, 2018), que podría llevarse hasta diez Oscar el próximo 24 de febrero. Hay en ella anacronismos evidentes y anacronismos que, como los arreglos de Hamlisch, son solo coto de connaisseurs. Los primeros buscan reivindicarse como tales, arrastrar al espectador de vuelta a la realidad de su butaca: desde el obvio Skyline pigeon de Elton John acompañando los créditos finales –suerte de acta est (y sobre todo) fabula– hasta la estrafalaria coreografía en la escena del baile, en cuya música nos detendremos más adelante. Los segundos son más sutiles y comprenden la mera desubicación geográfica –Bach, Vivaldi…– y la dislocación temporal –Messiaen, Ferrari…–. Música francesa, ¡qué cosas!, para ilustrar la Gran Bretaña en guerra con Francia. Su condición de elemento externo, como los rags de Joplin, hace verosímil el anacronismo. La clave está en que esta música describe una historia; nunca la historia. El interés no recae tanto en dar al espectador un asidero, un contexto sonoro de la época, como en tamizar, precisamente, la visión que el director tiene de dicha época. Desde un punto de vista visual y narrativo –ese asomarse al XVIII a través de los ojos de pez y los grandes angulares– pero también sonoro.

            Lanthimos hace uso de la música del siglo XX para intensificar el drama, como en el ataque de gota de la reina acompañado del aún más dramático goteo de Didascalies, de Ferrari; pero también se vale de filigranas como anunciar que las cosas están cambiando en palacio mediante el timbre del piano de un fúnebre Schumann. O juega con el mero guiño metatextual, como el uso del concierto Il favorito de Vivaldi. Es, sin embargo, en la ya comentada escena del baile donde la sutileza entre lo diegético y lo extradiegético, entre lo anacrónico y lo contemporáneo, roza el delirium tremens. Solo en tres ocasiones a lo largo de la película se oye música cuya ejecución tiene lugar dentro del filme. Se opta para ello por el más obvio realismo: Haendel y Purcell, compositores que estuvieron estrechamente ligados a la Corona británica. Es una obra del primero, su Oda para el cumpleaños de la reina Ana, la utilizada en la secuencia antedicha. En concreto el dúo con coro «Let Rolling streams». Escrita en 1713, la pieza encaja a la perfección con el momento en que se desarrolla la historia. El problema es que no escuchamos la versión original vocal, sino el arreglo posterior del propio Haendel para el 5º movimiento de su segundo Concierto a due cori (1747). Y he aquí la gran paradoja: si consideramos esta música como diegética se trataría, en sentido recto, de un anacronismo; mientras que si la consideramos extradiegética es perfectamente contemporánea a la acción. ¡Y lo disparatado parecía el baile!

            No deja de ser por ello una lástima que, alcanzado tal grado de sutileza en el planteamiento estético, se ponga todo al servicio de un guion tan grueso, por momentos, en su desarrollo del conflicto.