jueves, 6 de abril de 2017

Cómo descuartizar a una vieja



Uno de los comentarios más oídos entre los críticos cuando se estrenó Malditos bastardos (2009), la película de Tarantino, fue que Christoph Waltz era la película y que su trabajo era lo único que conseguía mantenerla en pie. Es cierto que sin él el resultado habría sido muy diferente –el propio director lo admitió– pero qué duda cabe de que el talento de Waltz no hizo sino redondear un magnífico guión y una excelente película. No es el primer caso, ni será el último, de una interpretación que, como si de la banda sonora se tratase, traspasa los márgenes del filme en que se circunscribe. ¿Cabe imaginar El resplandor (1980) sin Jack Nicholson o Centauros del desierto (1956) sin John Wayne?

Ayer, en el Teatro de la Zarzuela, vinieron a mi mente los Malditos bastardos tarantinianos mientras asistía al inmenso trabajo de Jesús Castejón –sostén innegable de los mimbres sobre los que se asentaba el espectáculo– en el programa doble Château Margaux / La viejecita. La diferencia, salvando las distancias, es que si bien Waltz en su papel de nazi y Castejón en el de locutor franquista se comen cámara y escenario respectivamente, la película de Tarantino, como conjunto, era buena y el montaje de Lluís Pasqual, globalmente, es un despropósito que ni siquiera el buen hacer de Castejón logra salvar. Reconozco la buena idea del programa de radio, sí, y también lo adecuado de un texto cuya factura sabe ir al grano y evitar las estridencias. Reconozco, incluso, que la idea de situar la acción en pleno Franquismo, lejos de ahondar en el desgraciado sambenito que los más ignorantes siguen colgándole a la zarzuela, contribuye a distanciarla de aquél –por pasmoso que sea encontrar aún entre el público algún nostálgico que se une a los actores cuando se pide un aplauso para el Generalísimo–. Reconozco todo esto y, es más, admito que cumple el objetivo de liquidar Château Margaux sin excesivo drama. Si nos halláramos ante una versión de concierto o ante algún tipo de antología podríamos decir que habían quedado bien vestidas, apañadas, pero no era el caso; se nos prometían dos zarzuelas y no vimos ninguna. Los problemas empiezan cuando lo que debería ser una muleta que permita avanzar hacia la otra obra, la que, supuestamente, sí va a representarse completa, entorpece dicho avance y además la parasita. El problema, vaya, es el de siempre: cuando la dramaturgia auxiliar se cree mejor que la primigenia; cuando el espejo, que debe de ser el de la madrastra de Blancanieves lo menos, le dice «Sí, ve» con una insistencia rayana en el mal gusto.

La dramaturgia de Pasqual es pragmática, sí, pero invasiva también. No siente el menor respeto –ni la menor piedad– por el texto de Echegaray. Se diría incluso que le estorba, puesto que, como viene siendo habitual en la zarzuela –y en la Zarzuela–, no sirve a los planes del adaptador. Y ya sabemos lo que le ocurre a las obras rebeldes que no se pliegan a los deseos del director de escena de turno: son castigadas. Esta temporada ya le ha pasado a Iphigenia, a la villana y ahora a la viejecita. Chicas malas… La pregunta es obvia y pertinente: ¿por qué hay que adaptar estas obras? ¿Tan mal funcionan hoy en día? ¿Por qué meter tijera a textos, eliminar números musicales, poner patas arriba libretos o inventar otros nuevos? Muchos confunden darle un repaso al motor con cambiar la carrocería y tapizar los asientos. No es una crítica desde el purismo, es hastío. Las zarzuelas no son ratones: basta ya de experimentos –o, al menos, de científicos locos–. El caso de La viejecita es doblemente doloroso porque a la indelicadeza de cargarse una historia que podría funcionar perfectamente se une la de restar fuerza dramática a la delicadísima música de Fernández Caballero transformándola en una ristra de números descontextualizados aderezada con una dirección de actores inexistente: a la hora de estatismo y tarima sigue media de aspavientos, vaivenes abanico en mano, movimientos erráticos y travestismo al lamentable modo de Los morancos. La luz sólo parece hacerse en la «Romanza del espejo», momento en que la deslumbrante escalinata y sus posibilidades cobran por fin sentido durante cinco minutos.  
      

Mención aparte merece la elección de un barítono para un rol originalmente escrito para una contralto. El único mérito destacable de Ricardo Velásquez fue que Fernández Caballero pareciera Wagner: tal era el modo en que por momentos lo engullía la orquesta. Del otro lado una inconmensurable Ruth Iniesta, cada vez en mejor forma, y el siempre espléndido Jesús Castejón equilibraron el desaguisado; salvaron los muebles pero el problema es que muchos íbamos con la vana ilusión de ver otro piso. La dirección de Miquel Ortega logró sacar brillo a la preciosa música de Caballero y aunque a la orquesta le faltó rubato no nos quejemos: bastante escamoteo hubo ya en otros aspectos. Quiero insistir: no es purismo, es precisamente el deseo de no ver siempre lo mismo: chistes malos y remozamientos que nadie ha reclamado, empezando por las propias obras. Fernández Caballero merece mucho más. Urge la aparición de directores de escena que, como el pianista Alfred Brendel, pertenezcan a «una tradición en la que es la obra de arte la que le dice al intérprete lo que debe hacer y no el intérprete el que le dice a la pieza cómo debería ser o al compositor qué es lo que debería haber compuesto». Esto también atañe a los libretos. Otra decepción, en definitiva. Hans Landa, por lo menos, hizo bingo.