“Es usted un impertinente
si quiere obligarme a prestar
a su obra una atención continua”, exclama el abonado
recalcitrante, “lo que quiero que me proporcione es un placer
digestivo más que una ocasión de ejercitar mi inteligencia”.
(Charles Baudelaire, 1861)
a su obra una atención continua”, exclama el abonado
recalcitrante, “lo que quiero que me proporcione es un placer
digestivo más que una ocasión de ejercitar mi inteligencia”.
(Charles Baudelaire, 1861)
El pasado 13 de marzo se celebraba en el Auditorio Nacional de Madrid un evento, Concert in Jeans, calificado por sus promotores como un “concepto renovado” del tradicional concierto de música clásica. Esta quintaesencia de la transgresión, en un supuesto intento por acercarse al público joven, basaba su principal atractivo en la rompedora idea de vestir a los intérpretes de calle –con jeans, vaya–. No estaría de más recomendar a los organizadores que echasen un vistazo a las portadas de algunos discos de Anne-Sophie Mutter en los 90 o Philippe Jaroussky y Max Emanuel Cencic más recientemente –por no hablar de algunas de Nigel Kennedy o Cecilia Bartoli en las que uno no sabe dónde termina lo pretendidamente subversivo y dónde comienza lo francamente vergonzoso– para dejar claro que la imagen del músico adusto, con cara de perro, que hunde sus raíces en los retratos de Beethoven –pasando por Brahms, Verdi o Wagner– y termina en las más severas portadas de Herbert von Karajan está absolutamente superada. Baste con revisar la discografía de Patricia Petibon, con carátulas más propias de la filmografía de Jean-Pierre Jeunet, o la Edición Vivaldi de Naïve, para hacerse una idea. Es decir, que lo aparentemente informal de la propuesta llega con unas décadas de retraso.
Que el
mundo de la música clásica es repugnantemente elitista lo doy por descontado,
al igual que asumo como ortopédicos gran parte o la totalidad de sus protocolos
–como pueden serlo, por otro lado, los que acarrea una proyección de cine, sin
ir más lejos–. Ahora bien, que la manera de atraer un público joven a estos
conciertos sea banalizarlos no es, ni mucho menos, la solución para garantizar
su pervivencia. En primer lugar, porque la abonada de las pieles y el bronceado
perenne que en el descanso va al ambigú con su maridito para mojarse los labios
en una burbujeante copita de champán mientras el chófer espera a la entrada del
teatro con el motor al ralentí no va a los conciertos in jeans. Ni va a los conciertos in jeans ni escandalizarla –en el caso de que además de rica sea
idiota– servirá para democratizar más el mundo de la música clásica. Porque lo
verdaderamente revolucionario no es diseñar un concierto o un espacio donde la
cultura se adapte a lo pedestre, sino que el público joven o primerizo tenga
las mismas posibilidades que cualquiera para acceder a ese coto privilegiado
que la señora de las joyas considera de su exclusivo patrimonio. Y ya sé que no sólo de ricos se compone el
público de la clásica –como sé, aunque eso es otro tema, que entre este público
es una rara avis el aficionado verdaderamente culto, con una ambición
intelectual y una auténtica sed de descubrimiento– pero a menudo los precios
desorbitantes y la invisible pero existente barrera clasista crean un filtro
difícilmente franqueable.
En segundo
lugar, porque en plena era tecnológica es posible que utilizar ipads para leer
las partituras sea una idea novedosa –de hecho, me parece la única buena idea
del evento–, pero permitir o alentar al público a usarlos, a grabar vídeos, a
hacer fotos, a tuitear durante el concierto (sic) –¿qué le regalaban al más
ingenioso, el cd para poder oír en casa lo que se había perdido en directo haciendo
el indio?–; en una palabra, a distraerse, me parece de una torpeza inexcusable.
Porque en estos tiempos imbéciles en los que nos hemos inventado un nuevo
cordón umbilical conectado a una pantalla –puede que una de las reflexiones más
interesantes que se hayan hecho al respecto en los últimos años sea la fallida
pero brillante Open Windows de Nacho Vigalondo–, en estos tiempos en los que
lo mínimo que se le puede pedir a alguien es que apague su teléfono el tiempo
que dura la representación, el concierto, la película, la conferencia –¿tan importante eres, coño? –, en que impera
el frenesí de lo inmediato, lo rápido, lo breve, lo perecedero; en estos
tiempos vacuos es cada vez más difícil encontrar las circunstancias propicias
para el ejercicio intelectual. La sala de conciertos, el teatro, el cine, el
museo, con todos sus absurdos protocolos y etiquetas, con todos sus peros y
reparos, son los últimos templos a los que podemos acudir si deseamos abstraernos
unas horas, concentrarnos, huir de esa fragmentación permanente a la que nos
somete el eterno ruido exterior.
La música clásica
no necesita de la distracción para hacerse digerible. Falla y Beethoven no precisan
ser apadrinados por Santiago Segura o actores de moda para resultar entretenidos
–ya puestos, ¿por qué no algunos de los protagonistas de sus películas, Belén
Esteban, Cañita Brava…?–, los conciertos no requieren chistes malos para
venderse, ni supuestas extravagancias demodé, tan incendiarias como un
matasuegras, tan provocativas como el chiste del perro Mistetas. Es el público
el que necesita un acercamiento real y honesto, que trascienda el cartón piedra
y las imposturas de los “productos culturales para profanos”.
Dos
apuntes, para finalizar:
Mientras
algunos telediarios se hacían eco de esta ocurrencia podíamos disfrutar en
Madrid del estreno de La gran duquesa de Gerolstein de Offenbach en el
Teatro de la Zarzuela, de la última función de El público de Mauricio Sotelo en
el Real y de una delicia de cámara, la ópera con marionetas Fantochines de
Conrado del Campo en la Fundación Juan March. Sin comentarios.
Sólo unos
días antes, el 8 de marzo, se cumplía un año de la desaparición del muy injustamente
maltratado Gerard Mortier. Sirvan estas líneas como reconocimiento y admiración
por un hombre que, desde unos planteamientos musicales y estéticos muy
personales, con sus fallos y sus aciertos, trabajó incansablemente, desde la
más inflexible honestidad, por contagiar su pasión por la ópera a los jóvenes.