miércoles, 19 de agosto de 2015

La Luisa se va al Puente

Desde el portal especializado en Zarzuela, zarzuela.net,  me ha invitado a colaborar con ellos. Aquí va mi primera crítica.



Sin duda es una feliz coincidencia que un día después de finalizar las representaciones de esta Luisa Fernanda de Ópera Cómica de Madrid se cumplieran cincuenta años de la desaparición de uno de sus libretistas, el indispensable Guillermo Fernández-Shaw. Un homenaje –sospechamos– fortuito pero muy oportuno, aunque el propio espacio forzó a una poda considerable en el texto a fin de convertir los tres actos originales en dos. Este tipo de decisiones, tan en boga últimamente –en el Teatro de la Zarzuela hemos asistido al recorte de El dominó azul, Black el payaso o Luna de miel en El Cairo entre otras, y algunas han sido auténticos estropicios– ayuda a dinamizar libretos endebles cuando no mediocres, enlazando los números musicales con una agilidad que es de agradecer. Es una buena idea, pues, para revestir el frío esqueleto…

PUEDE LEERSE COMPLETA EN ZARZUELA.NET:

http://zarzuela.net/ref/reviews/luisa15_spa.htm

sábado, 14 de marzo de 2015

Evite pajearse muy fuerte

“Es usted un impertinente si quiere obligarme a prestar
 a su obra una atención continua”, exclama el abonado
 recalcitrante, “lo que quiero que me proporcione es un placer
digestivo más que una ocasión de ejercitar mi inteligencia”.
(Charles Baudelaire, 1861)


            El pasado 13 de marzo se celebraba en el Auditorio Nacional de Madrid un evento, Concert in Jeans, calificado por sus promotores como un “concepto renovado” del tradicional concierto de música clásica.  Esta quintaesencia de la transgresión, en un supuesto intento por acercarse al público joven, basaba su principal atractivo en la rompedora idea de vestir a los intérpretes de calle –con jeans, vaya–. No estaría de más recomendar a los organizadores que echasen un vistazo a las portadas de algunos discos de Anne-Sophie Mutter en los 90 o Philippe Jaroussky y Max Emanuel Cencic más recientemente –por no hablar de algunas de Nigel Kennedy o Cecilia Bartoli en las que uno no sabe dónde termina lo pretendidamente subversivo y dónde comienza lo francamente vergonzoso– para dejar claro que la imagen del músico adusto, con cara de perro, que hunde sus raíces en los retratos de Beethoven –pasando por  Brahms, Verdi o Wagner– y termina en las más severas portadas de Herbert von Karajan está absolutamente superada. Baste con revisar la discografía de Patricia Petibon, con carátulas más propias de la filmografía de Jean-Pierre Jeunet, o la Edición Vivaldi de Naïve, para hacerse una idea. Es decir, que lo aparentemente informal de la propuesta llega con unas décadas de retraso.
Que el mundo de la música clásica es repugnantemente elitista lo doy por descontado, al igual que asumo como ortopédicos gran parte o la totalidad de sus protocolos –como pueden serlo, por otro lado, los que acarrea una proyección de cine, sin ir más lejos–. Ahora bien, que la manera de atraer un público joven a estos conciertos sea banalizarlos no es, ni mucho menos, la solución para garantizar su pervivencia. En primer lugar, porque la abonada de las pieles y el bronceado perenne que en el descanso va al ambigú con su maridito para mojarse los labios en una burbujeante copita de champán mientras el chófer espera a la entrada del teatro con el motor al ralentí no va a los conciertos in jeans. Ni va a los conciertos in jeans ni escandalizarla –en el caso de que además de rica sea idiota– servirá para democratizar más el mundo de la música clásica. Porque lo verdaderamente revolucionario no es diseñar un concierto o un espacio donde la cultura se adapte a lo pedestre, sino que el público joven o primerizo tenga las mismas posibilidades que cualquiera para acceder a ese coto privilegiado que la señora de las joyas considera de su exclusivo patrimonio.  Y ya sé que no sólo de ricos se compone el público de la clásica –como sé, aunque eso es otro tema, que entre este público es una rara avis el aficionado verdaderamente culto, con una ambición intelectual y una auténtica sed de descubrimiento– pero a menudo los precios desorbitantes y la invisible pero existente barrera clasista crean un filtro difícilmente franqueable.
En segundo lugar, porque en plena era tecnológica es posible que utilizar ipads para leer las partituras sea una idea novedosa –de hecho, me parece la única buena idea del evento–, pero permitir o alentar al público a usarlos, a grabar vídeos, a hacer fotos, a tuitear durante el concierto (sic) –¿qué le regalaban al más ingenioso, el cd para poder oír en casa lo que se había perdido en directo haciendo el indio?–; en una palabra, a distraerse, me parece de una torpeza inexcusable. Porque en estos tiempos imbéciles en los que nos hemos inventado un nuevo cordón umbilical conectado a una pantalla –puede que una de las reflexiones más interesantes que se hayan hecho al respecto en los últimos años sea la fallida pero brillante Open Windows de Nacho Vigalondo–, en estos tiempos en los que lo mínimo que se le puede pedir a alguien es que apague su teléfono el tiempo que dura la representación, el concierto, la película, la conferencia  –¿tan importante eres, coño? –, en que impera el frenesí de lo inmediato, lo rápido, lo breve, lo perecedero; en estos tiempos vacuos es cada vez más difícil encontrar las circunstancias propicias para el ejercicio intelectual. La sala de conciertos, el teatro, el cine, el museo, con todos sus absurdos protocolos y etiquetas, con todos sus peros y reparos, son los últimos templos a los que podemos acudir si deseamos abstraernos unas horas, concentrarnos, huir de esa fragmentación permanente a la que nos somete el eterno ruido exterior.
La música clásica no necesita de la distracción para hacerse digerible. Falla y Beethoven no precisan ser apadrinados por Santiago Segura o actores de moda para resultar entretenidos –ya puestos, ¿por qué no algunos de los protagonistas de sus películas, Belén Esteban, Cañita Brava…?–, los conciertos no requieren chistes malos para venderse, ni supuestas extravagancias demodé, tan incendiarias como un matasuegras, tan provocativas como el chiste del perro Mistetas. Es el público el que necesita un acercamiento real y honesto, que trascienda el cartón piedra y las imposturas de los “productos culturales para profanos”.  

Dos apuntes, para finalizar:

Mientras algunos telediarios se hacían eco de esta ocurrencia podíamos disfrutar en Madrid del estreno de La gran duquesa de Gerolstein de Offenbach en el Teatro de la Zarzuela, de la última función de El público de Mauricio Sotelo en el Real y de una delicia de cámara, la ópera con marionetas Fantochines de Conrado del Campo en la Fundación Juan March. Sin comentarios.


Sólo unos días antes, el 8 de marzo, se cumplía un año de la desaparición del muy injustamente maltratado Gerard Mortier. Sirvan estas líneas como reconocimiento y admiración por un hombre que, desde unos planteamientos musicales y estéticos muy personales, con sus fallos y sus aciertos, trabajó incansablemente, desde la más inflexible honestidad, por contagiar su pasión por la ópera a los jóvenes. 

sábado, 14 de febrero de 2015

Escoger el tono (Notas al programa)

    En el preciso instante en que uno acomete la empresa incierta de divagar en público docenas de dudas, en cascada dodecafónica, lo interceptan, lo increpan y, lo que es peor, se amanceban con los más veteranos de sus temores sin el mínimo pudor. Del parto que se anuncia más terrible que el de los montes sólo pueden nacer monstruos, como es natural. El sueño de la divagación también produce monstruos, sí. Escoger el tono podría resultar una cuestión baladí, pero del tono dependerán en buena medida los derroteros que siga el discurso, las oportunidades de modular e incluso la estructura que más convenga. Por eso la elección del tono no es un monstruo menor. Cuando empecé a acariciar la idea de iniciarme en la escritura de un blog como se acariciarían las teclas de un piano o el hocico de un caimán, con respeto no tardé en tener claro que se hacía necesario un rotundo Mí mayor. ¿Qué otra posibilidad cabía? Si para Mozart la muerte segaba en re menor y para Vivaldi la sangre sólo podía helarse en fa menor era lógico que yo escribiera pensando en Mí, pero mucho más apropiado era recurrir al relativo, el más modesto yo menor –descarté el homónimo, mí menor, porque tampoco era cuestión de menospreciarse. Por otro lado, evitando el Mí evitaba la pretensión de estar siempre en lo cierto: la más que probable tendencia a buscar el si. Escribiendo en yo que salga el sol por Antequera.
    M
e queda, pues, averiguar si terminará el intento en una mera Folía, en verborrea (ma)Chacona o en un terco ostinato. O quizá chi lo sa?– en esas divagaciones tan elaboradas, tan pródigas en circunloquios, donde no se reconoce el tema; que dicen los que saben que como divagaciones son las mejores.