Cuatro
ausencias
El recital ofrecido por
el cuarteto Pražák en el que sería el
segundo concierto del ciclo Series 20/21 podría resumirse en una palabra: ausencia.
Tal parece ser el eje, más allá de engarzar el programa a través del número 3
–compartido por los cuatro cuartetos en el ámbito de lo clasificatorio– en torno
al que orbitaron obras tan dispares. Porque la más antigua de ellas, el
cuarteto de Berg, destila en su asepsia la ausencia de lo tonal; del mismo modo
que en los casos de Zemlinsky y Ullmann –dos cuartetos ‘para el fin de dos tiempos’–
se hace patente la ausencia de un mundo, aquél que se llevó la Gran Guerra y
aquél que se estaba llevando la II Guerra Mundial, que ya nunca más sería; y
ausencia es, finalmente, la obra del español Parera, porque ya desde su título,
Mediterránea, se advierte al oyente
de que no se trata del mar, sino de la atmósfera: de evocar, vaya, lugares y
ambientes que se añoran. Música de pérdidas toda.
Para dar sentido a este entramado
conceptual hace falta algo más que el guiño del 3, y es aquí donde el Pražák demostró su buen hacer. Desde los densos
empastes atmosféricos con los que abría boca Ullmann, pasando por la
agresividad contenida en el 2º movimiento del cuarteto de Berg o la rítmica
socarronería de la Burlesca de
Zemlinsky, la formación demostró una energía y versatilidad en absoluto reñidas
con el buen gusto para los momentos líricos –sentidos, que no sentimentales–, y
buena prueba de ello fueron el intimismo alcanzado en la Romanza de Zemlinsky o la dolente ironía, no exenta de jugueteo,
del Presto de Ullmann, una suerte de vals emponzoñado. Su finura de orfebres en
el tratamiento de los timbres y el ritmo brilló especialmente en las obras de
Berg y Zemlinsky, tan exigentes para los intérpretes como para el auditorio.
La Mediterránea pareriana, la obra más
ligera y no por ello menos sustanciosa del programa, sirvió de encrucijada y
casi de compendio de todo lo demás. Aquí se conjugaron las obscuras reflexiones
y el estatismo –Reflexió– con los
aires de danza de melancólica tristeza –Vals–
o brutal ímpetu de sabor español –Dansa–,
sin perder en ningún momento el impulso primigenio, esa evocación marítima,
como un arrullo quejumbroso, de suave insistencia ternaria –Cançó–. El autor,
presente en la sala, se mostró muy satisfecho con el resultado obtenido,
recibiendo una cálida ovación antes de que el recital tornase con Zamlinsky a
la decadencia de la que partiera.
Y
no es tarea menor, partir de la decadencia para fundirse de nuevo en ella y, en
el camino, materializar cuatro ausencias.
Cuarteto
Pražák (Jana Vonášková, violín; Vlastimil Holek, violín; Josef Kluson, viola;
Michal Kanka, violonchelo).
Obras de V. Ullmann,
A. Berg, A. Parera Fons y A. von Zemlinsky.
CNDM. Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía. Madrid. 22/10/2018
Politeísmo
profano
Dios
a través del caleidoscopio, titulaba Luis Suñén sus notas al programa, y lo
cierto es que el concierto ofrecido por la estadounidense Marin Alsop al frente
de la OCNE nos permitió asomarnos a tres visiones tan personales como
excéntricas de Dios. Alejadas, eso sí, de cualquier tipo de paroxismo, por más
que el concierto estuviera inserto en una temporada de la que el término es, o
pretende ser, hilo conductor.
Del juego de diálogos concebido por
Vaughan Williams, el primer autor de la tríada de antimodernos –la otra cara de la modernidad, que diría Celsa
Alonso– que conforman nuestro programa, debemos destacar el fabuloso trabajo de
la directora en el manejo de las masas sonoras. La Fantasía entera, gigantesca elipsis ideada como un diálogo entre el
presente y la tradición, lo es a su vez entre el cuarteto, los solistas y el
conjunto de las cuerdas. Alsop supo manejar, separar, elevar y tamizar estos
tres niveles en todo momento, equilibrando con esmero las distintas densidades,
de tal modo que, efectivamente, se alcanzaba a ver a Dios en el conseguidísimo
empaste final.
Y si Vaughan Williams llegó a Dios
por mediación de Tallis, Bernstein lo hizo de una manera mucho más
rocambolesca. Sus Salmos de Chichester
son una suerte de cajón de sastre, fruto de un encargo, donde el compositor
depositó no solo una singular religiosidad –casi una excusa–, sino también
autocitas o fragmentos desechados de su West
Side Story y otros musicales. El resultado es una obra extraña, ecléctica,
de un misticismo urbano –poco sacra, tal vez, pero enormemente bernsteiniana–, que su alumna, notable
especialista en el autor, supo construir con sabiduría: tanto en las rítmicas
festividades del primer salmo como en el íntimo lirismo del segundo, con esa
sección media tan típica de su autor por lo sorpresivo de su contraste y su riquísima
paleta tímbrica. A destacar un crecidito Carlos Mena que, si bien no es niño cantor, capeó los comprometidos saltos
de su parte con éxito notable.
La segunda mitad del concierto se
dedicó a la tercera sinfonía de Saint-Saëns. El diálogo con Dios de nuestro
tercer antimoderno se efectúa mediante la inclusión de un subtítulo, con órgano, que es a la vez la de un
instrumento infrecuente en una obra de este tipo. Al igual que en los salmos,
destacaremos el refinado trabajo del color de Alsop; de otro lado, al igual que
en la Fantasía, el manejo de las
masas sonoras. En especial en los diálogos entre vientos y cuerdas, así como en
las entradas del órgano, dejando al instrumento su propio espacio.
Tres miradas distintas, en fin, sobre
tres personalísimos dioses. Eso sí, dando un buen rodeo para llegar a ellos.
Orquesta y Coro nacionales de España.
C. Mena (Contratenor), D. Oyarzábal (Órgano), M. Alsop (Directora).
Obras de R. Vaughan
Williams (Fantasía sobre un tema de
Thomas Tallis),
L. Bernstein (Salmos de Chichester) y C. Saint-Saëns
(Sinfonía nº 3, op. 78).
Auditorio Nacional de Música. Madrid.
Sala sinfónica. 3/11/2018